Capítulos prácticos y teológicos


1. Fe es morir por Cristo a causa de su mandamiento y creer que es­ta muerte nos da vida; es considerar a la pobreza, riqueza; a una vida oscura y al desprecio, como verdadera gloria y fama; es creer que, no poseyendo nada, se posee todo (Cf. 2 Co 6,10), mejor dicho, es poseer la inescrutable riqueza del conocimiento y considerar todas las cosas visibles como ba­rro y humo (Flp 3,8).
2. La fe en Cristo no es sólo el desprecio de las dulzuras de la vida, sino también la constancia en soportar cada tentación que sobrevenga junto con tristezas, tribulaciones y adversidades, hasta que Dios quiera y venga a visitarnos; pues está dicho: Él se inclinó hacia mí y escuchó mi clamo (Sal 39,2 ).
3. Aquellos que anteponen de alguna manera sus padres al manda­miento de Cristo, no poseen la fe en Cristo(Mt 10,37); ellos son por cierto juzga­dos por su conciencia, si bien tienen una conciencia viva acerca de su incredulidad, puesto que creer es no transgredir en nada el mandamien­to del gran Dios y salvador nuestro Jesucristo.
4. La fe en Cristo, verdadero Dios, genera el deseo del bien y el te­mor al castigo; y el deseo de lo mejor y el temor a los castigos llevan a la observación escrupulosa de los mandamientos; la observación escru­pulosa de los mandamientos enseña a los hombres su debilidad; el conocimiento de nuestra debilidad, luego, genera el recuerdo de la muerte, y el que lo adquiera como compañero buscará con esfuerzo aprender qué es lo que le ocurrirá después del éxodo y la separación de esta vida. Pero quien tiene el ferviente deseo de conocer las cosas futuras debe antes que nada privarse a sí mismo de las presentes. En  efecto, quien es retenido en éstas por el apego, incluso a una sola co­sa sin valor, no puede adquirir el conocimiento perfecto de aquéllas; y si incluso, por disposición de Dios, prueba ese conocimiento, si no se desprende rápidamente de las cosas por las que y en las cuales es re­tenido por el apego, y no se entrega totalmente a ese conocimiento sin acoger voluntariamente, desde el exterior, en el pensamiento, nada más que a éste, le será quitado también lo que cree poseer(Lc 8,18).
5. La renuncia del mundo y el retiro total —que abarca la xenitía res­pecto de todas las cosas materiales de la vida, de las costumbres, de las opiniones, de las personas, y abarca la negación del cuerpo y de la vo­luntad— producen gran provecho al que ha renunciado a ello con fer­vor.
6. Tú, que huyes del mundo, mira de no dar en absoluto al alma el consuelo de frecuentarlo, de alguna manera, aunque todos, parientes y amigos, te tuerzan a hacerlo, porque les sugieren esto los demonios pa­ra apagar el fervor de tu corazón; pues, si no llegan a impedir del todo tu propósito, lo harán más liviano y más débil.
7. Cuando se te vea fuerte e indiferente frente a todos los placeres de la vida, entonces los demonios, incitando a tus parientes a la com­pasión, los harán llorar y lamentarse frente a ti por tu causa. Sabrás que esto es verdad cuando, al quedar inflexible también frente a este asal­to, los veas, de improviso, encendidos de loco odio contra ti, detestar­te como al enemigo y no querer verte.
8. Viendo la tribulación que te llega de tus padres, hermanos y ami­gos por tu causa, ríete del demonio que les da tantas sugerencias para que hagan todo esto contra ti. Con temor y gran solicitud, retírate y re­za insistente e intensamente a Dios para poder llegar pronto al puerto del Padre bueno, donde Él hará descansar tu alma cansada y oprimida (Mt 11,28). Puesto que el océano de la vida ofrece muchas ocasiones de peligros y de ruina extrema.
9. Quien quiera odiar al mundo debe tener amor y recuerdo ince­santes de Dios desde lo más profundo del alma; puesto que nada me­jor que estas cosas para que abandonemos todo con gozo y huyamos de todo como si fuera basura.
10. No quieras de ninguna manera quedarte en el mundo por moti­vos razonables, o más bien irrazonables, pero cuando seas llamado, obedece inmediatamente. Nada alegra tanto a Dios como nuestra pron­titud, puesto que más vale una obediencia siempre dispuesta, unida a la pobreza, que lentitud unida a muchos bienes.
11. Si el mundo y todo lo que está en el mundo pasa y sólo Dios es incorruptible e inmortal, gozaos todos los que por Él habéis dejado las cosas corruptibles. No sólo son corruptibles las riquezas y los bienes, si­no también todo placer y goce del pecado. Sólo los mandamientos de Dios son luz y vida, y es así como son llamados por todos.
12. Hermano, si te ha tomado el ardor y tú has ido corriendo, por esto, a un cenobio o a ver un padre espiritual, si él o los otros herma­nos te exhortan a tomar baños o alimentos u otros cuidados del cuer­po, para aliviarte, no aceptes por este motivo, sino que debes estar siempre dispuesto al ayuno, al sufrimiento, a la suma continencia, de modo que, si tu padre en el Señor te ordena tener un poco de alivio, tú estés siempre dispuesto a obedecerle, sin siquiera hacer en esto tu vo­luntad por tu elección. En otros casos, perseverarás con gozo en lo que has elegido por tu espontánea voluntad, extrayendo de ello provecho para el alma. Al observar esta regla, serás siempre, en cada cosa, absti­nente y moderado, y como quien ha renunciado totalmente a su propia voluntad; no sólo eso, sino que mantendrás encendida en tu corazón la llama interior que te incita a despreciar todas las cosas.
13. Cuando los demonios, aun haciendo todo lo que está en ellos, no pueden sacudir o impedir nuestra intención fija en Dios, entonces se insinúan en piadosos hipócritas y, a través de ellos, intentan obstaculi­zar a los que luchan. Primeramente, como movidos por caridad y com­pasión, los exhortan a concederle descanso al cuerpo, para que —di­cen— no se debiliten y caigan en la acidia; luego, invitándolos a inúti­les reuniones, les hacen gastar en esto los días. Si uno, por escuchar a estos solícitos, los imita, ellos muestran las espaldas y proclaman su rui­na; si, en cambio no se somete a sus palabras y se mantiene vigilante y extraño a todo, sensato y reservado, se llenan de envidia y hacen de to­do hasta que lo echan también del monasterio. Puesto que la vanaglo­ria sin honor no soporta el ver frente a sí una humildad alabada.
14. Se sofoca, el orgulloso, viendo al humilde derramar lágrimas y extraer de ello doble provecho, porque con ellas vuelve a Dios propi­cio y, sin quererlo, atrae a los hombres a que lo alaben.
15. Desde que te confías totalmente en tu padre espiritual, sé extra­ño a todo hacia lo que te sientas inclinado, hacia lo exterior: a los hom­bres, a los negocios y a las riquezas. Sin él, no quieras hacer absoluta­mente nada. Respecto de esto, no le pidas nada, ni pequeño ni grande, si no te ordena tomarlo por su propia iniciativa, o sea él mismo quien te lo dé.
16. Sin el permiso de tu padre según Dios, no hagas limosna con los bienes que has traído, ni quieras que alguno los tome a través de otros que no sea él, porque es mejor que tú seas y tengas fama de pobre y extranjero, que distribuir riquezas y dárselas a los pobres mientras eres principiante. Mas es propio de una fe genuina el poner todo bajo la vo­luntad del padre espiritual como en las manos de Dios.
17. No pidas ni siquiera un vaso de agua, aunque estuvieras ardien­do, mientras tu padre espiritual no te invite por sí mismo. Constríñete y hazte violencia en todo, y persuade al pensamiento diciendo: Si Dios quiere y eres digno de beber, Dios lo revela con certeza a tu padre, y él te dice "bebe". Entonces puedes beber con la conciencia pura, inclu­so fuera del momento adecuado.
18. Uno que había experimentado la utilidad espiritual y había ad­quirido una fe pura, llevando a Dios como testigo de la verdad, dijo: "Realicé en mí el propósito de no pedir nunca de comer ni de beber a mi padre y de no tomar absolutamente nada sin que él lo supiera, has­ta que Dios no lo inspirara y él me lo ordenase. Haciendo así, nunca dejé de cumplir mi objetivo".
19.  Quien ha adquirido una límpida fe en su padre según Dios, vién­dolo piensa que ve a Cristo mismo y, estando con él y siguiéndolo, cree firmemente que está junto con Cristo y que lo sigue. Un hombre tal no deseará conversar con otro, no preferirá ninguna de las cosas del mun­do a su recuerdo y a su amor. ¿Qué hay más grande, en la vida presen­te y en la futura, que estar con Cristo? ¿Qué cosa es más bella o más dulce que su vista? Y, si además hemos sido hechos dignos de su con­versación, en ella se abreva ciertamente la vida eterna.
20. Quien con íntima disposición del corazón ama a los que lo ul­trajan, le hacen injusticia, lo odian o lo estafan, y ruega por ellos, alcan­za al poco tiempo un gran progreso. Esto, cuando ocurre en un cora­zón complaciente, arrastra al pensamiento al abismo de la humildad y a la fuente de las lágrimas, en las que están sumergidas las tres partes del alma; ensalza al intelecto hasta el cielo de la impasibilidad, lo vuel­ve contemplativo y, por el gusto de la dulzura de allá arriba, le hace juz­gar basura todas las cosas de la vida presente (Flp 3,8); el mismo alimento y la bebida los toma sin tener placer en ellos y rara vez.
21. No nos debemos abstener sólo de las acciones malas, sino que el asceta también debe estar dispuesto a ser libre de razonamientos y pensamientos contradictorios, y entretenerse siempre con reflexiones espirituales útiles al alma, para quedar así sin preocupaciones por esta
vida
( Lc 21,34).
22. Como el que se ha desnudado todo el cuerpo, pero tiene los ojos cubiertos por un velo y no quiere quitárselo ni sacudírselo de encima, no puede, por la sola desnudez del resto del cuerpo, ver la luz; así tam­bién quien ha despreciado todas las otras cosas junto a las riquezas, y se ha alejado de las mismas pasiones, si no libera el ojo del alma tam­bién de las reflexiones y los pensamientos nocivos, no verá nunca la luz espiritual, Jesucristo, nuestro Dios y Señor.
23. Como un velo puesto sobre los ojos, así son los razonamientos mundanos y las reflexiones de esta vida en la mente, es decir, en el ojo del alma: por todo el tiempo que los dejamos en él, no veremos, pero cuando sean quitados por el recuerdo de la muerte, entonces veremos claramente la luz verdadera que ilumina a cada hombre que llega al mundo de allá arriba (Jn 1,9).
24. El que es ciego de nacimiento no podrá concebir ni creer el sig­nificado de lo que está escrito; pero quien una vez ha sido hecho dig­no de ver atestiguará que las cosas dichas son verdaderas.
25. Quien mira con los ojos sensibles sabe cuando es de día o de noche, pero el ciego ignora ambas cosas. Quien ha tenido la vida espi­ritual y, mirando con los ojos del intelecto, ha contemplado la luz verdadera e inaccesible, cuando por la desidia vuelve a la primitiva ce­guera y es privado de la luz, se da cuenta con viva sensibilidad de esta privación y no ignora su origen. En cambio, aquel que queda cie­go desde el nacimiento no sabe nada de estas cosas, ni por experiencia ni por actividad propias, a menos que aprenda porque se lo dijeron lo que no ha visto nunca y cuente a los demás lo que ha oído, pero ni él ni aquellos que escuchen sabrán de qué hablan entre ellos.
26. Es imposible llenar hasta saciar el cuerpo de alimentos y gozar espiritualmente la dulzura intelectual y divina, puesto que, cuanto más sea servido el vientre, tanto más se privará de esta dulzura; y, cuanto más maltrate al cuerpo (Cf. 1 Co 9,27), tanto más se verá saciado con el alimento y el consuelo espirituales.
27. Abandonemos todas las cosas de la tierra, no solamente las rique­zas, el oro y los otros bienes materiales de la vida, sino rechacemos com­pletamente de nuestras almas también el deseo de ellos. Odiemos no so­lamente los placeres del cuerpo, sino también sus movimientos contra­rios a la razón, y acostumbrémonos a mortificarlo con las fatigas, pues­to que es a través de él como las concupiscencias se ponen en movi­miento y se ven empujadas a la acción. Mientras el cuerpo está vivo, es del todo inevitable que nuestra alma sea como muerta y lenta en mover­se hacia todo mandamiento divino, cuando no está del todo inmóvil.
28. Como la llama del fuego se levanta hacia lo alto cada vez que mueves la leña encendida, así también el corazón del orgulloso no pue­de bajarse. En cuanto tú le dices algo que le sea útil, se ensalza aún más; acusado y reprochado, contradice con fuerza; alabado o confortado, se exalta sin motivo.
29. El hombre que se ha acostumbrado a contradecir es, para sí mis­mo, una espada de dos filos: mata sin saberlo su propia alma y la vuel­ve extraña a la vida eterna.
30. Quien contradice es igual a aquel que se entrega voluntariamen­te a los enemigos, adversarios del rey, puesto que la contradicción es un arpón que tiene como carnada la defensa. Engañados por ésta, nos tragamos el anzuelo del pecado. El alma desventurada suele ser arpo­neada por él, como por la lengua y por la gula, por obra de los espíri­tus malignos; los cuales ora la elevan hasta las alturas de la soberbia, ora la hunden en el caos del abismo del pecado para que sea condena­da con aquellos que son arrojados desde el cielo.
31. Aquel que por haber sido despreciado o ultrajado sufre grande­mente en el corazón, sepa por esto que lleva en su seno la antigua ser­piente. Si soporta en silencio o responde con mucha humildad, ya la ha debilitado y enervado, pero si contradice con amargura o habla con des­caro, le ha dado fuerzas a la serpiente para que le vuelque el veneno en el corazón y pueda devorar salvajemente sus entrañas, y luego —ha­ciéndose cada vez más fuerte— devore su inclinación hacia el bien y la fuerza de su infeliz alma, mientras que él desde ese momento vive pa­ra el pecado y queda completamente muerto para la justicia.
32. Si quieres renunciar al mundo y ser instruido en la vida evangé­lica, no te confíes a un maestro inexperto y pasional, para no ser ins­truido, en cambio, en la vida diabólica. Porque son buenas las enseñan­zas de los maestros buenos, pero malas las de los malos, como de semillas malas son por cierto malos los frutos.
33. Suplica a Dios, con oraciones y lágrimas, que te envíe un guía puro de pasiones y santo. Y tú desentraña las Sagradas Escrituras y, sobre todo, los escritos ascéticos de los santos Padres, de modo que, confrontando con ellos las enseñanzas y las acciones de tu maestro y superior, puedas verlas como en un espejo. Las acciones que concuerdan con las Escrituras abrázalas y retenlas en la mente; en cambio, las que no son genuinas sino extrañas recházalas con discernimiento, para no ser engañado por ellas. Porque —sábelo— son muchos los impos­tores y los falsos maestros en estos días.
34. Quienquiera que no vea pero prometa ser guía de otro, es un im­postor y manda a la fosa de la perdición a los que lo siguen, según lo que dijo el Señor: Si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en el hoy (Mt 15, 14).
35. El ciego frente al Uno es enteramente ciego frente a todo, pero el que mira al Uno está en la contemplación del todo; se abstiene de contemplar todas las cosas y se encuentra en la contemplación de todo y está por fuera de las cosas contempladas. Éste, estando en el Uno, ve todas las cosas, y estando en todas las cosas, no ve nada del todo. El que mira en el Uno, a través del Uno se percibe a sí mismo, todos y to­do; estando escondido en Él, no ve ninguna de todas las cosas.
36. Quien no ha revestido, con clara percepción y a sabiendas, en el hombre racional y espiritual, la imagen de nuestro Señor Jesucristo, hombre celestial y Dios, es solamente sangre y carne, porque no pue­de recibir, mediante la razón, la percepción de la gloria espiritual. Así como los ciegos de nacimiento no pueden conocer la luz del sol sólo por la razón.
37. Quien escucha, ve y percibe de esta manera conoce el sentido de las cosas dichas, puesto que tiene ya la imagen del hombre celeste (Cf.1 Co 15,49) y ha alcanzado al hombre perfecto de la plenitud del Cristo (Ef 4,13); y, en es­ta condición, puede guiar, sobre el camino de los mandamientos de Dios, al rebaño de Cristo. Pero quien no ha conocido este sentido y se encuentra en otras condiciones, está claro que no tiene tampoco los sentidos del alma aclarados y sanos, y será mejor para él ser guiado que guiar con peligro.
38. Aquel que tiene la mirada fija sobre su maestro y su guía, como en Dios, no puede contradecir. Pero, si cree o dice poder hacer ambas cosas, que sepa que se engaña, puesto que ignora qué disposición tie­nen hacia Dios los que son de Dios.
39. Quien cree que su vida y su muerte están en las manos de su pastor no puede contradecir nunca; pues es al ignorar esto como se ge­nera la contradicción, que lleva a la muerte espiritual y eterna.
40. Antes de recibir la sentencia, el acusado tiene la posibilidad de defender su propia conducta frente al juez. Pero, después de la exposi­ción de los hechos y la sentencia del juez, ya no puede contradecir nada, ni mucho ni poco, a los que lo castigan.
41. Antes de entrar en este tribunal y de manifestar sus pensamien­tos íntimos, tal vez le es posible al monje contradecir, en parte por ignorancia y en parte creyendo poder esconder sus cosas. Pero, luego de la revelación de los pensamientos y de la sincera confesión de ellos, ya no lo es posible, hasta la muerte, contradecir al que es su juez y se­ñor, después de Dios. El monje, en cuanto entra en este tribunal y al ser puestos al desnudo los secretos de su corazón, está persuadido desde el principio, si posee algún conocimiento, de que merece miles de muertes, y cree que su obediencia y su humildad lo rescatarán de todo castigo y pena, si conoce verdaderamente la naturaleza del misterio.
42. Quien conserva imborrables estos principios en su mente no sen­tirá nunca rebelión en el corazón, cuando sea corregido, reprendido, acusado. Mientras que quien cae en tales males, es decir, en la contra­dicción y en la incredulidad hacia su padre espiritual y maestro, es miserablemente arrastrado, aún vivo, a las profundidades del abismo del infierno y se vuelve la casa de Satanás y de toda su hueste impura, co­mo hijo de desobediencia y perdición (Ef 2,2).
43. Te exhorto, hijo de la obediencia, a meditar continuamente en tu pensamiento estas cosas y a luchar con todo celo para no caer en los antedichos males del infierno; en cambio, suplica con fervor a Dios ca­da día, y di así: "Dios y Señor de todas las cosas, que tienes el señorío sobre toda respiración y sobre toda vida, solo Tú que me puedes sanar, escucha la súplica de mí, que soy miserable, y con la venida de tu San­tísimo Espíritu mata y destruye la serpiente que se esconde en mí. Haz­me digno, pobre y despojado como soy de toda virtud, de postrarme con lágrimas a los pies de mi santo padre, mueve a compasión su san­ta alma de modo que tenga piedad de mí. Da, Señor, humildad a mi co­razón y pensamientos convenientes a un pecador que te ha prometido que se convertiría, y no abandones hasta el fin al alma que una vez por todas se ha unido a ti, te ha confesado y te ha antepuesto a todo el mundo. Tú sabes, Señor, que yo quiero ser salvado, aunque mi mala costumbre me obstaculiza; pero a ti, oh Soberano, te es posible todo lo que es imposible a los hombres (Lc 18,27)".
44. Aquellos que tienen puestos los cimientos de la fe y de la espe­ranza, con temor y temblor, en el palacio de la piedad, que han apoya­do sólidamente los pies sobre la piedra de la obediencia a los padres espirituales, que escuchan como de la boca de Dios sus mandamientos y sobre estos cimientos de obediencia yerguen un edificio estable, en la humildad del alma, tienen enseguida éxito: y su primer gran logro es el negarse a sí mismos; porque hacer la voluntad de los demás y no la propia no sólo cumple la negación de la propia vida, sino también su muer­te para todo el mundo.
45. Los demonios se alegran con el que contradice a su propio padre, y los ángeles admiran a aquel que se humilla hasta la muerte; porque éste cumple la obra de Dios, haciéndose semejante al Hijo de Dios, que ha cumplido la obediencia a su propio Padre hasta la muer­te, y muerte de cruz (Flp 2,8).
46. La contrición del corazón, excesiva y fuera de tiempo, oscurece y enturbia la mente, anula la oración pura y la compunción del alma, lleva fatiga al corazón y, por lo tanto, dureza y ceguera. Con estos me­dios, los demonios provocan la desesperación de los espirituales.
47. Cuando vienen hacia ti estas cosas, monje, pero tú encuentras en tu alma mucha diligencia y deseo de perfección, de modo que anhelas cumplir cada mandamiento de Dios, de no caer ni siquiera en el peca­do de una palabra inútil, de no ser inferior a ninguno de los santos an­tiguos en la práctica, en el conocimiento y en la contemplación, pero te ves impedido de subir a tanta altura de santidad por el que siembra la cizaña del descorazonamiento, al insinuarte pensamientos diciendo: "te es imposible salvarte en medio del mundo y guardar sin faltas todos los mandamientos de Dios", entonces, siéntate solo, en un rincón, recóge­te, concentra tu pensamiento y da un buen consejo a tu alma, diciéndole: "¿Por qué, alma mía, desfalleces y te agitas por mí? Espera en Dios: aún le alabaré, salvación de mi rostro no son mis obras sino mi Dios (Sal 42,5). En efecto, ¿quién será justificado por las obras de la Ley (Rm 3,20)? No es justo ante ti ningún viviente (Sal 142,2). Pero, gracias a la fe en Él, mi Dios, espero ser salvado por el don de tu indecible misericordia. Vade retro, Satanás, yo adoro a mi Dios y a Él le rindo culto (Lc 4,8) desde mi juventud, a Él que pue­de salvarme sólo con su misericordia. Por lo tanto, aléjate de mí; Dios, que me ha hecho a su imagen y semejanza, te anulará".
48. Dios no nos pide otra cosa a nosotros los hombres, sino que no pequemos. Sólo esto, que no es obra de la Ley sino custodia perpetua de la imagen y de la dignidad de lo alto. Si estamos en estas cosas y vestimos la espléndida vestidura del Espíritu, permanecemos en Dios, y Él en nosotros (Cf. I Jn 4,13), seremos llamados dioses e hijos de Dios por adopción, marcados por la luz del conocimiento de Él.
49. La acidia y la pesadez del cuerpo, que le vienen al alma de la pereza y la dejadez, alejan de la regla habitual y traen ofuscación y des­corazonamiento a la mente. Entonces, en el corazón nacen pensamien­tos de vileza y blasfemia, y quien es tentado por el demonio de la acidia ya no es capaz de entrar en el lugar acostumbrado de la oración, sino que huye de él y tiene locos pensamientos contra el Creador y to­das las cosas. Por lo tanto, conociendo la causa y desde dónde te caen encima, entra decididamente al lugar acostumbrado de tu oración y, arrojándote a los pies del Dios amante de los hombres, suplica con ge­midos del corazón, con dolor y lágrimas, pidiendo que te libere del peso de la acidia y de los malos pensamientos. Si insistes en llamar, con fatiga (Mt 7,7 y ss.,y par.), pronto serás liberado.
50. Quien ha adquirido la pureza del corazón ha vencido al miedo. Quien todavía se está purificando a veces supera el miedo, pero a ve­ces es superado por éste. En cambio, quien no lucha en absoluto es completamente insensible incluso a su amistad con los demonios y las pasiones —y une a la vanagloria la enfermedad de la presunción, cre­yendo ser algo, mientras que no es nada (Ga 6,3) —, o bien es esclavo y suje­to al miedo, tembloroso en el pensamiento como un niño y temeroso allí donde no hay temor (Sal 13,5) ni miedo para los que temen al Señor.
51. Quien teme al Señor no teme ni los ímpetus de los demonios ni sus ataques impotentes, ni tampoco las amenazas de hombres malva­dos, sino que, semejante en todo a una llama o a un fuego encendido, va a todas partes por lugares secretos y oscuros, de día y de noche, ahu­yentando los demonios, que huyen de él más que él de ellos, para no ser abrasados por el rayo de fuego, de fuego divino, que se desprende de él.
52. Quien camina en el temor del Señor, aun encontrándose entre hombres malvados no teme, porque tiene en su interior ese temor y lleva la armadura invencible de la fe con la que tiene fuerzas para ha­cerlo todo, incluso esas cosas que le parecen difíciles e imposibles a la mayoría. Él pasa como un gigante entre monos o como un león rugien­te en medio de perros y zorros, confiando en el Señor; golpea a los mal­vados con la firmeza de su sentir y aterra sus ánimos asaltándolos con la palabra de la sabiduría como un cetro de hierro (Sal 2,9).
53. No solamente el que practica la hesiquía o el que está subordi­nado, sino también quien guía y es superior de muchos, e incluso quien está encargado de un servicio, debe estar sin preocupaciones, es decir, decididamente libre de todas las cosas de esta vida; porque, si nos preo­cupamos, nos encontraremos con que estamos transgrediendo el man­damiento de Dios que dice: No os preocupéis por vuestra vida, lo que comeréis o beberéis o cómo vestiréis, porque todas estas cosas las buscan los gentiles (Mt 6,31); y además: Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida (Lc 21,34).
54. Quien tiene su pensamiento puesto en las cosas de esta vida no es libre, porque esta preocupación lo retiene y lo somete, ya sea que se preocupe por sí o por otros. En cambio, quien está libre de estas cosas no se preocupa ni por sí ni por otros, en cuanto a las necesidades de la vida, ya sea obispo o superior, o diácono, pero tampoco quedará ino­perante o descuidará cosa alguna, incluso algo muy sencillo y peque­ño. Sin embargo, haciendo y cumpliendo cada cosa de modo agradable a Dios, seguirá por toda la vida, en todo, sin preocupaciones.
55. No destruyas tu casa por querer edificar la del prójimo; ve cómo esta obra es peligrosa y difícil; no ocurra que, tomada esta decisión, des­truyas tu casa y no tengas ya fuerzas para edificar la de él.
56. Si no adquieres un perfecto desapego de las cosas y de las rique­zas de la vida, no quieras asumir la administración de negocios, para que, si no vas preso, en vez de recibir la compensación por el servicio, no tengas que someterte a la condena como ladrón y sacrílego. Si, no obstante, estás obligado por el superior, disponte a ello como a tomar con la mano fuego encendido y, anulando el asalto del pensamiento con la confesión y la penitencia, estarás guardado indemne por la ple­garia del superior.
57. El que no se ha vuelto impasible no sabe lo que es la impasibi­lidad y tampoco puede creer que haya sobre la tierra una persona de esta laya. Puesto que uno que no ha renegado antes de sí mismo y no ha derramado voluntariamente su sangre por esta vida verdaderamente bienaventurada, ¿cómo podría sospechar que otro haya hecho esto para adquirir impasibilidad? Así, quien cree tener el Espíritu Santo, mientras que no tiene nada, no creerá nunca —oyendo hablar de sus operaciones en aquellos que tienen el Espíritu Santo—(Desde aquí en adelante, hemos preferido el texto crítico, cf. Nota 4, p. 2) que haya alguien, en esta generación, parecido a los apóstoles de Cristo y a los santos de antaño, actuando movido por el Espíritu, o que haya llega­do a verlo con clara percepción y a sabiendas. Puesto que cada uno juzga el estado del prójimo, ya se trate de la virtud o del vicio, sobre la base del suyo propio.
58. Una cosa es la impasibilidad del alma y otra la del cuerpo. La pri­mera santifica también el cuerpo, con su esplendor y con la efusión de luz del Espíritu. La otra, por sí sola, no puede servir de nada, al que la adquiere.
59. Quien ha sido elevado por el rey, de la pobreza extrema a la ri­queza, y ha sido revestido por él de una dignidad ilustre y de un uni­forme espléndido, con la obligación de estar en su presencia, mira con afecto al mismo rey y lo ama extraordinariamente como a su benefac­tor, considera con claridad el uniforme que viste, reconoce su propia dignidad y sabe qué riqueza le ha sido dada. Así sucede también con el monje que se ha retirado verdaderamente del mundo y de lo que hay en él, se ha acercado a Cristo, ha percibido vivamente la llamada y ha sido ensalzado a la altura de la contemplación espiritual mediante la práctica de los mandamientos. Él ve infaliblemente a Dios y considera con claridad la transformación ocurrida en sí mismo, porque ve siem­pre la gracia del Espíritu que lo rodea de luz, la gracia que se llama tam­bién vestidura o púrpura real, o que es más bien Cristo mismo, el Señor, si es verdad que ellos creen que se revisten de Cristo (Ga 3,27).
60. Muchos leen las Sagradas Escrituras y otros las oyen leer, pero son pocos los que son capaces de conocer rectamente el sentido y el pensamiento de lo que se lee. Los otros, a veces, declaran que las co­sas dichas por las divinas Escrituras son imposibles; otra vez, que son absolutamente indignas de fe, o bien las interpretan mal y juzgan que las cosas dichas para el presente sucederán en el futuro, o las que se dicen para el futuro las consideran ya ocurridas o como cosas que suceden cada día. Así, no existe un recto juicio en ellos, ni verdadero conocimiento de las cosas divinas y humanas.
61. Nosotros, los fieles, debemos mirar a todos los demás fieles co­mo a un solo ser y considerar que en cada uno de ellos está Cristo. Debemos estar dispuestos, respecto de cada uno, a un amor tal que podamos dar por él nuestra propia vida (Jn 15,13). No debemos, de ninguna ma­nera, decir o creer que alguien es malo, sino, como hemos dicho, mirar a todos como buenos. Si ves a alguien oprimido por las pasiones, no odies al hermano, sino a las pasiones que le hacen la guerra, y ten aún más misericordia de él, tiranizado por las concupiscencias y las predis­posiciones pasionales, de modo que tú mismo no seas puesto a prue­ba, sujeto como estás a la mudanza de la materia que te asedia.
62. Uno que sea falso por hipocresía o reprochable por sus obras o fácilmente desgarrado por una pasión o que falte siquiera en poco, por la negligencia en algún punto, no es contado entre los íntegros, sino que es rechazado como inútil y reprobado, para que en caso de tensión no haga que se rompa el vínculo de la cadena y no provoque la divi­sión entre los que no deben dividirse y tristeza por las dos partes, por­que los que preceden y los que siguen sufrirían recíprocamente por su separación.
63. Como uno que, arrojando polvo sobre la llama de un horno en­cendido, lo apaga, de la misma manera las preocupaciones de esta vi­da y todo tipo de apego a las cosas fútiles y de ningún valor destruyen el calor del corazón encendido en un principio.
64. Quien nutre en su seno el temor a la muerte abominará todo ali­mento y bebida y belleza de los vestidos, y no comerá pan ni beberá agua con gusto, sino que le dará al cuerpo sólo lo necesario, sólo lo su­ficiente para vivir. Renegará de cada una de sus voluntades y se hará siervo de todos, si bien conservando el discernimiento de lo que le es mandado.
65. El que se ha dado como siervo a sus padres según Dios, por te­mor al castigo, no podrá elegir, incluso si se lo ordenaran, lo que alige­ra la pena de su corazón, ni lo que desata al vínculo del temor, ni es­cuchará a los que lo empujan a esto por amistad o por adulación o por autoridad. Preferirá más bien lo que aumenta la fatiga, y querrá aquello que apriete el vínculo [del temor], y amará lo que refuerza el verdugo. Y se quedará en todo esto como quien no espera ser alguna vez libe­rado de ello, porque la esperanza de la liberación vuelve más ligera la fatiga, cosa que no es de ningún provecho para el que practica la peni­tencia hecha con ahínco.
66. A quienquiera que empieza a vivir según Dios le es útil el temor del castigo y la pena que ello genera; mientras que aquel que se imagi­na empezar sin esta pena y vínculo es verdugo, no sólo pone sus ci­mientos sobre arena, sino que cree nada menos que una casa puede sustentarse en el aire, sin cimientos, cosa que es del todo imposible. De hecho, esta pena genera pronto todo gozo: este vínculo quiebra todos los vínculos de los pecados y de las pasiones, y este verdugo trae no la muerte sino la vida eterna.
67. Quien no haya intentado huir y evitar la pena producida por el temor de la punición eterna, sino que se dispone con el corazón a tenerla como compañera y aprieta para sí aún más sus ataduras, proporcionalmente cumplirá más rápidamente el camino y se presentará ante el Rey de reyes. En este punto, apenas contemple, aún indefinidamen­te, su gloria, de inmediato se desatarán sus ataduras, el temor que lo torturaba huirá lejos de sí, y la pena de su corazón se cambiará en go­zo, y se volverá para los sentidos una fuente surgente de lágrimas como un río perenne y, para el espíritu, tranquilidad, mansedumbre y dulzu­ras indecibles; y además fortaleza y correr libremente y sin impedimen­to a toda obediencia de los mandamientos de Dios; cosa hasta enton­ces imposible para los principiantes y propia de aquellos que ya están promediando la vía del progreso. Para los perfectos, en cambio, esta fuente se vuelve luz del corazón, de pronto cambiado y transformado.
68. Quien tiene dentro de sí la luz del Santísimo Espíritu, al no so­portar su visión, cae con el rostro a tierra, grita y se desgañita con gran estupor y temor, como quien ve y padece un fenómeno que va más allá de la naturaleza, la razón y el pensamiento. Éste se vuelve semejante a un hombre con las entrañas encendidas por el fuego; inflamado por él y no pudiendo soportar el calor de la llama, está como fuera de sí y no puede contenerse, sino que, inundado perennemente de lágrimas y por ellas refrescado, enciende aún más el fuego del deseo. Luego, derrama lágrimas aún más abundantes y, lavándose con ellas, brilla con mayor esplendor. Pero, cuando, ardido totalmente, se vuelve como luz, enton­ces se cumple lo que está dicho: Dios está unido a dioses y es conoci­do por ellos; tanto quizás como ya se ha unido a aquellos que están unidos a Él y cuanto se ha revelado a los que lo han conocido.
69. Antes de la aflicción espiritual y las lágrimas —que nadie sea en­gañado con palabras vacías (Ef 5,6) y no nos engañemos a nosotros mis­mos—, no hay en nosotros conversión y verdadero arrepentimiento, ni temor de Dios en nuestros corazones; no nos hemos acusado a noso­tros mismos, y nuestra alma no tiene aún la percepción del juicio futu­ro y de los tormentos eternos. Si nos hubiésemos acusado a nosotros mismos, si hubiésemos adquirido estos sentimientos y allí hubiésemos entrado, de inmediato también habríamos vertido las lágrimas, sin las cuales la dureza de nuestro corazón no puede ablandarse, ni nuestra alma adquirir la humildad espiritual, y no podríamos volvernos humil­des. Quien no se vuelve tal no puede ser unido al Espíritu Santo, y quien no se une a Él después de la purificación no puede alcanzar la contemplación y el conocimiento de Dios, ni es digno de ser instruido místicamente en las virtudes cíe la humildad.
70. Quienes simulan virtud bajo la apariencia de una piel de oveja —pero son otra cosa en el hombre interior, llenos de toda iniquidad, de envidia, de contienda y del mal olor de los placeres (Rm 1,29 y ss.)— son honrados como impasibles y santos por la mayoría de los hombres que no tienen el ojo del alma purificado, ni son capaces de reconocerlos por sus fru­tos. En cambio, a aquellos que viven en la piedad, en la virtud y en la simplicidad del corazón y que son realmente santos, la gente los com­para con todos los demás hombres, les pasa al lado con desprecio y los considera nulos.
71. Para esta misma gente, un charlatán lleno de ostentación es conside­rado como maestro espiritual, mientras que el silencioso que se contro­la escrupulosamente respecto del hablar inútil es declarado un tosco que no sabe hablar.
72. Quien habla en el Espíritu Santo es rechazado como soberbio y orgulloso por los orgullosos y enfermos de la soberbia del Diablo, los que quedan más heridos que afligidos por sus palabras. En cambio, aceptan, alabándolo sobremanera, al que, por cualidades naturales o por estudio, es refinado en el hablar y miente respecto de su salvación. De este modo, no hay nadie entre éstos que sepa juzgar y ver bien có­mo están las cosas.
73- Bienaventurados —dice Dios— los limpios de corazón porque ellos verán a Dios (Mt 5,8). Pero un corazón puro no lo hace tal, por su natu­raleza, sólo una virtud, ni dos, o diez, sino todas juntas, por así decir, como si fuese una sola y llevada a la perfección. Ni las virtudes pueden por sí solas hacer tan puro el corazón, sin la obra y la presencia del Es­píritu Santo.
Así como el herrero ejercita su arte mediante sus herramientas, pero sin la acción del fuego no puede realizar ninguna obra, también el hom­bre cumple cada cosa utilizando las virtudes como instrumentos, pero sin la presencia del fuego espiritual, las obras quedan inconclusas e inú­tiles, porque no destruyen la suciedad y la podredumbre del alma.
74. Con el divino bautismo, recibimos el perdón de los pecados, so­mos liberados de la primitiva maldición y santificados por la presencia del Espíritu Santo; pero la gracia perfecta, según la promesa Habitaré en medio de ellos y andaré entre ellos (2 Co 6,16), no la recibimos en ese momento, porque esto es de los que se confirman en la fe y que la demues­tran en las obras. En efecto, si después de haber sido bautizados nos inclinamos hacia las acciones malas y deshonestas, rechazamos así hasta la misma santificación. Pero luego, con el arrepentimiento, la confesión y las lágrimas, recibimos proporcionalmente, primero, el perdón de los pecados, y luego, la santificación con la gracia de lo alto.
75. La penitencia limpia las manchas de las acciones deshonestas, y después de esto se da la participación del Espíritu Santo; pero no tan simplemente, sino según la fe, la disposición, la humildad de los que se arrepienten con toda el alma. No sólo esto, sino que también es nece­sario haber recibido el perfecto perdón de los pecados por parte del pa­dre y fiador, Por esto es bueno convertirse cada día, según el manda­miento dado, puesto que la palabra Convertíos, porque ha llegado el rei­no de los cielos (Mt 3,2) indica una operación, para nosotros, sin límite.
76. La gracia del Santísimo Espíritu es dada como arras a las almas desposadas con Cristo. Así como la mujer sin prenda no tiene la firme certeza de que un día se cumpla su unión con el marido, así tampoco el alma recibe como algo seguro la plena certeza de que un día estará por toda la eternidad con su soberano y Dios, místicamente e indecible­mente unida a Él, y gozará de su inaccesible belleza, si no recibe las arras de su gracia y la adquiere a sabiendas.
77. Así como la prenda no es segura si el contrato no tiene las fir­mas de los testigos dignos de fe tampoco está asegurado el esplendor de la gracia antes de la práctica de los mandamientos y de la adquisi­ción de las virtudes. Puesto que los que son testigos en los contratos son la práctica de los mandamientos y las virtudes, en vista de las arras espirituales; gracias a ellos, cada uno de los que serán salvados recibe la posesión perfecta de las arras.
78. Primero, está la práctica de los mandamientos que es como la ex­tensión del contrato; luego, éste es firmado y sellado por las virtudes; entonces Cristo, esposo, entrega el anillo al alma, esposa, es decir, las arras del Espíritu.
79. Así como la esposa, antes de la boda, recibe sólo las arras del es­poso y espera recibir después de la boda la dote pactada y los dones que ella conlleva, también la esposa que es la Iglesia de los fieles, y el alma de cada uno de nosotros, primero, recibe sólo del Cristo esposo las arras del Espíritu, mientras que espera recibir los bienes eternos y del reino celestial después de esta emigración aquí abajo, hecha plena­mente cierta por las arras, que se los muestra como un espejo y le da la seguridad de los acuerdos pactados con su soberano y Dios.
80. Supongamos que el novio, retrasado por uno de sus viajes o re­tenido por otro motivo, difiera la boda; si la novia, enojada, desprecia su amor y cancela o rompe el papel de las arras, pierde de inmediato las esperanzas puestas en el novio. De esta misma manera, es natural que ocurra con el alma. En efecto, si uno de los luchadores dice "¿Has­ta cuándo tendré que sufrir?", y desprecia las fatigas ascéticas y las ba­tallas, es como si, con la negligencia de los mandamientos y el abando­no de la conversión continua, borrase o rompiese el contrato. Por lo tanto, pierde de inmediato y por completo las arras y la esperanza en Dios.
81. Si la esposa dirige hacia otro el amor debido a su prometido, y se une a él en forma manifiesta u oculta, no sólo no recibe nada de lo que el esposo ha prometido, sino que deberá esperar, como es justo, pena y censura de parte de la ley. Así también es natural que ocurra con nosotros. En efecto, si uno dirige de forma manifiesta u oculta el amor debido a Cristo esposo hacia el deseo de alguna otra cosa, y su cora­zón corre detrás de ella, éste se vuelve odioso al esposo, repugnante e indigno de la unión con Él. Ha dicho, en efecto: Yo amo a los que me aman (Pr 8,17).
82. Es necesario que cada uno entienda por estos signos si ha reci­bido de Cristo, esposo y soberano, las arras del Espíritu. Si las ha reci­bido, que se preocupe por retenerlas. Si, en cambio, aún no ha sido he­cho digno de recibirlas, que se preocupe por hacerlo nuevamente me­diante obras y acciones buenas, y una ferviente penitencia, y de cuidar­las con la práctica de los mandamientos y la adquisición de las virtudes.
83. El techo de una casa se mantiene sobre ella por los cimientos y por el resto de la construcción. De la misma manera, se inician los ci­mientos como algo necesario y útil para llevar el techo. Por lo tanto, ni el techo puede subsistir sin los cimientos, ni los cimientos sin el techo sirven para la vida, sino que son absolutamente inútiles. Así también, la gracia del Espíritu se mantiene a través de la práctica de los mandamien­tos, y las acciones de los mandamientos son como los cimientos erigi­dos por el don de Dios, puesto que ni la gracia del Espíritu puede perdurar naturalmente en nosotros sin la práctica de los mandamientos, ni la práctica de los mandamientos nos resulta provechosa o útil sin la gra­cia de Dios.
84. Así como una casa sin techo, dejada de esta manera por la ne­gligencia del constructor, no sólo es inútil, sino que también es utiliza­da para burlarse del que la ha construido, también quien ha puesto los cimientos de la práctica de los mandamientos y ha levantado las pare­des de las virtudes excelsas, si además no recibe la gracia del Espíritu en la contemplación y en el conocimiento del alma, será imperfecto y objeto de compasión por parte de los perfectos. Él ha sido privado de la gracia por estos dos motivos: o ha sido negligente en la penitencia, o bien, cansado de acumular virtudes, como frente a una materia ilimi­tada, ha dejado de lado alguna de las que a nosotros nos parecen insig­nificantes, pero que son necesarias para la construcción de la casa de las virtudes, de modo que, sin ellas, ésta no puede recibir el remate del techo, en virtud de la gracia del Espíritu.
85. Si el Hijo de Dios y Dios ha descendido a la tierra para reconci­liarnos con su Padre, a nosotros que éramos enemigos (Rm 5,10), y para hacer­nos conscientemente unidos a sí, por medio de su santo y consustan­cial Espíritu, ¿qué otra gracia podrá obtener quien desdeña esta gracia? Puesto que no ha sido del todo reconciliado con Él ni está unido a Él por medio de la comunión con el Espíritu.
86. Quien participa del divino Espíritu es liberado de las concupis­cencias y de los placeres pasionales, pero no queda separado de las ne­cesidades naturales del cuerpo. Ahora, si ha sido liberado de los víncu­los de los anhelos pasionales y ha sido unido a la gloria y a las dulzuras inmortales, está obligado a permanecer incesantemente en lo alto, a transcurrir su vida con Dios y a no alejarse ni siquiera por poco tiempo de su contemplación y de un insaciable placer. Pero, impedido por el cuerpo y la corrupción, es tironeado, arrastrado y vuelto a traer a las co­sas de la tierra. Entonces, por esto, siente una aflicción espiritual tan grande, creo, como la que siente el alma del pecador al separarse del cuerpo.
87. Para quien ama el cuerpo, la vida, el placer, el mundo, el verse separado de estas cosas es la muerte; de la misma manera, para el que ama la castidad y a Dios, lo inmaterial y las virtudes, es la muerte, en realidad, la más pequeña separación del pensamiento de estas cosas. Y, si quien está en el goce de esta luz sensible, cuando cierra los ojos por un momento, u otro los cubre, se irrita y se aflige y no puede soportar esto de ninguna manera, sobre todo si está mirando cosas necesarias o extraordinarias, tanto más quien, es iluminado en el Espíritu Santo y ve realmente e inteligiblemente, tanto si vela como si duerme, esos bienes que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó (1 Co 2,9), que los ángeles desean contemplar (1 P 1,12), si es apartado de la contemplación de ello por alguien, sufrirá y se afligirá, porque esto le parece muerte y ex­clusión de la vida eterna.
88. Muchos llaman bienaventurada la vida ermitaña; otros, la vida común o cenobítica; otros, el presidir al pueblo, el amonestar, el ense­ñar, el gobernar la Iglesia, actividades de las que distintas personas extraen el alimento para el cuerpo y para el alma. En cuanto a mí, no podría elegir ninguno de estos géneros de vida antes que otro, ni po­dría decir que uno es digno de elogio y otro de vituperio, pero sí que en cada caso, en toda obra y actividad, la más bienaventurada de todas es la vida por Dios y según Dios.
89. Así como la vida humana está regulada por distintas ciencias y artes, y los hombres viven ejerciendo unos una profesión, algunos otra, aportando cada uno lo suyo, dando y recibiendo recíprocamente y pro­veyendo a las necesidades naturales del cuerpo, de la misma manera debemos ver también las cosas espirituales: uno sigue una virtud, y otro otra; uno sigue un camino de vida distinto de otro; pero, desde una u otra dirección, todos concurren al mismo objetivo.
90. El objetivo de todos los que viven según Dios es ser agradables a Cristo Dios nuestro, recibir la reconciliación con el Padre por medio de la comunión del Espíritu y con ello ganar su propia salvación. En es­to consiste la salvación de cada alma; y, si esto no sucede, es vana nues­tra fatiga y es vano nuestro obrar, y cada camino de vida que no lleva a aquel que corre en ella con este fin, no trae ningún provecho.
91. Quien ha dejado todo el mundo y se ha retirado a la montaña para encontrar la hesiquía, y desde allí escribe con ostentación a los que han quedado en el mundo, felicitando a algunos, adulando o elogian­do a otros, parece uno que se hubiese unido a una prostituta harapien­ta y pésima, y deseando ir a un país lejano, para liberarse hasta de su recuerdo, se olvida luego del fin por el cual ha llegado a la montaña, y es tomado por el deseo de escribir, felicitándolos, a los que tienen relaciones, por así decir, con esa prostituta y se contaminan con ella. Éste, si bien no con el cuerpo, ciertamente, sino con el corazón y el in­telecto, comparte deliberadamente las pasiones de aquéllos, puesto que aprueba su comercio con esa mujerzuela.
92. Así como son dignos de alabanzas y felicitaciones los que viven en el mundo y purifican sus sentidos y su corazón de toda mala concu­piscencia, de la misma manera son censurables y despreciables los que viven en los montes y en las grutas, y anhelan las alabanzas y las feli­citaciones de los hombres. Puesto que serán como adúlteros ante Dios, quien escruta los corazones (Rm 8,27), porque el que desea que su vida, su nombre y su conducta sean conocidos por el mundo, se prostituye co­mo el pueblo judío de antaño, lejos de Dios, como dice David (Sal 105,39).
93. Quien con fe firme en Dios renuncia al mundo y a las cosas del mundo, cree que el Señor es misericordioso y compasivo y acoge a los que acercan a Él arrepentidos. Pero sabe que Dios honra a todos sus siervos con el deshonor y los enriquece con una pobreza extrema, los glorifica con ultrajes y desprecios, y a través de la muerte los restablece en la posesión y en la herencia de la vida eterna. Con estos medios, un hombre así corre hacia la fuente inmortal como cierva sedienta (Sal 41,2), so­bre ellos sube como si fueran escalones hacia la cima de una escalera por la que los ángeles suben y bajan para ayudar a los que ascienden. Dios está sentado en lo alto de ella (Gn 28,12 y ss.), esperando con paciencia nuestro propósito y nuestro celo, según nuestras posibilidades, no porque goce al ver que nos fatigamos, sino porque quiere darnos, Él, el amigo del hombre, la compensación como deuda.
94. Dios no deja caer nunca a los que se le acercan sin vacilar. Pe­ro al verlos impotentes coopera [con ellos] y los ayuda tendiéndoles su mano poderosa desde lo alto y los eleva hacia sí. Él coopera visiblemen­te, y al mismo tiempo invisiblemente, de manera cognoscible y desconocida, hasta que, al llegar al final de la escalera, ellos se le acerquen y todos se unan a Él, y olviden todas las cosas de la tierra, quedándose allí con Él, ya sea en el cuerpo como fuera del cuerpo, no lo sé (2 Co 12,3), vivien­do con Él y gozando de los bienes indecibles.
95. Es justo, ante todo, someter nuestros cuellos al yugo de los man­damientos de Cristo, sin enfurecernos o rebelarnos, y caminar en cam­bio directa y rápidamente en ellos hasta la muerte, y renovándonos a nosotros mismos —el verdadero nuevo paraíso de Dios— hasta que el Hijo con el Padre, por el Espíritu Santo, entre y habite en nosotros. En­tonces, cuando lo hayamos adquirido totalmente y lo tengamos moran­do en nosotros como maestro nuestro, aquel de nosotros al cual Él le ordene y confíe un servicio, lo emprenderá, por difícil que sea, y lo lle­vará a cabo prontamente según su intención. Pero no es lícito buscar este servicio antes del tiempo, y tampoco aceptar recibirlo de los hom­bres; sino que más bien es necesario permanecer en los mandamientos de nuestro soberano y Dios, y esperar su orden.
96. Después de que hayamos emprendido un servicio en las cosas de Dios y nos hayamos destacado en él, si el Espíritu nos ordena pasar a otro servicio, o a otra actividad, a otra obra, no nos resistamos. Dios no desea ni que seamos perezosos, ni que permanezcamos hasta el final en una sola y misma actividad en la que hemos empezado, sino que progresemos y estemos siempre dispuestos a alcanzar las cosas mejo­res, caminando, claro está, en la voluntad de Dios y no en la nuestra.
97. Quien se dedica a mortificar su propia voluntad debe hacer la voluntad de Dios e introducirla dentro de sí, en lugar de la propia, plan­tarla e injertarla en su corazón. Por lo demás, debe observar atentamen­te lo que ha plantado e injertado, para ver si las plantas enraizadas profundamente brotan y si los injertos, soldados y unidos al árbol, se han vuelto una sola cosa con éste; si han crecido y han florecido y han dado un fruto bello y dulce; de modo que ya no se reconozca el terre­no, como era cuando había recibido la semilla, y la raíz sobre la que ha sido injertada esa planta inconcebible e inefable, portadora de vida.
98. Al que corta su propia voluntad por el temor de Dios, sin que se dé cuenta, y como no sabe, Dios le entrega su propia voluntad y se la conserva indeleble en el corazón, le abre los ojos de la mente para que la reconozca y le da la fuerza de cumplirla. Estas cosas las hace la gra­cia del Espíritu Santo, sin la cual nada acontece.
99. Si has recibido el perdón de todos tus pecados, ya sea a través de la confesión o por haber vestido el santo hábito angelical1, ¡cuánta ca­ridad y rendimiento de gracias y humildad te proporcionará esto! Por­que, mientras eras digno de innumerables puniciones, no sólo fuiste he­cho digno de ser liberado de ellas, sino también de recibir la filiación, la gloria y el reino de los cielos. Dirigiendo estas cosas a la mente y pen­sando en ellas constantemente, encuéntrate listo y preparado para no deshonrar a Aquel que te ha creado, te ha honrado y te ha perdonado tus innumerables caídas, sino glorifícalo y hónralo con todas tus obras, para que a ti, a quien Él ha honrado por encima de toda la creación vi­sible, te dé a cambio una gloria aún mayor y te llame su amigo sincero.
1Se llama así al hábito monástico, como es llamada “vida angelical” la vida del monje.
100. Así como el alma es más preciosa que el cuerpo, así el hombre racional es superior al mundo entero. No pienses, hombre, consideran­do la grandeza de las cosas creadas, que, por esto, ellas son superiores a ti; mira, en cambio, la gracia que te ha sido dada y, considerando el valor de tu alma inteligente y racional, celebra con tu canto a Dios, que te ha honrado por encima de todas las cosas visibles.
101. Examinemos de qué modo podemos glorificar a Dios. No podemos hacerlo de otra manera que como lo fue por su Hijo. Con las cosas con las que el Hijo ha glorificado a su Padre, también el Hijo ha sido glorificado por el Padre. Esas cosas, hagámoslas también nosotros con diligencia, para glorificar a Aquel que ha aceptado que lo llamemos Padre nuestro que estás en los cielos (Mt 6,9), y para ser glorificados por Él con la gloria del Hijo, la que le venía de Él antes que el mundo fuese (Jn 17,5). Y estas cosas son la cruz, o sea la muerte para todo el mundo, las tribu­laciones, las tentaciones, y lo que queda de los padecimientos de Cris­to. Si soportamos estas cosas con mucha paciencia, imitamos los pade­cimientos e Cristo y con ellos glorificamos al Padre nuestro y Dios, co­mo hijos suyos por gracia y coherederos de Cristo (Rm 8,17).
102. El alma que no se ha liberado perfectamente y con viva percep­ción de su relación con las cosas visibles y del apego de ellas, no pue­de soportar sin tristeza los sucesos y las pruebas que le llegan de parte de los demonios y de los hombres; sino que, al estar ligada como por una cadena al apego hacia las cosas humanas, es herida por la pérdida cié las riquezas, es oprimida por las privaciones, y sufre mucho por las heridas que le son conferidas a su cuerpo.
103. Si uno ha arrancado su alma de la posesión y de la concupis­cencia de las cosas sensibles, no sólo despreciará las riquezas y los bie­nes que lo rodean y, privado de ellos, quedará sin tristeza como si se tratara de cosas ajenas y extrañas; sino que también soportará, con ale­gría y dando gracias convenientemente, las molestias infligidas a su cuerpo, mirando siempre, según el divino Apóstol, al hombre exterior que se corrompe mientras el hombre interior cada día se renueva (Cf. 2 Co 4,16). De otro modo, no es posible soportar con alegría las tribulaciones según Dios, puesto que en ellas son necesarias la ciencia perfecta y la sabidu­ría espiritual. En cambio, aquel que carece de ella camina siempre en la oscuridad de la desesperación y de la ignorancia, no pudiendo de algu­na manera ver la luz cíe la paciencia y del consuelo.
104. Quien se pretende sabio por la posesión de la ciencia matemá­tica nunca será hecho digno de empujar su mirada hasta ver el misterio de Dios, mientras no se humille y se vuelva como necio, y rechace, jun­tamente con la presunción, también la ciencia que posee. Quien esto hace y sigue con firme fe a los sabios en las cosas divinas, guiado por la mano de éstos, entra con ellos en la ciudad del Dios viviente y, guia­do e iluminado por el Espíritu divino, ve y es instruido en esas cosas que ninguno de los otros hombres podrá nunca ver o aprender. Enton­ces, se vuelve un instruido por Dios (Jn 6,45).
105. Los discípulos de los hombres sabios de este siglo consideran necios a los enseñados por Dios. En realidad, ellos son los necios, em­bozados por la falsa sabiduría de fuera, vuelta necia por Dios según el divino Apóstol (Cf. 1 Co 1,20), y conocida por la voz del teólogo como terrena, natural y demoníaca (St 3,15) llena de contienda y de envidia. Ésos, estando fue­ra de la luz divina y no pudiendo ver las maravillas que hay en ella, consideran errados a los que moran en la luz, ven y enseñan lo que hay en ella; mientras que ellos son los que están en el error, porque no han podido disfrutar de los indecibles bienes de Dios.
106. También encontramos en nuestros días entre nosotros a hom­bres impasibles, santos y llenos de la luz divina, que han de tal mane­ra mortificado sus miembros terrestres (Co 3,5) contra toda impureza y concu­piscencia pasional, que no sólo no piensan o hacen nada malo por sí mismos, sino que ni siquiera empujados a ello por otros sufren algún cambio en su impasibilidad. Quienes los acusan de indiferencia y no creen que ellos enseñan las cosas de Dios en la sabiduría del Espíritu, los reconocerían si entendieran las palabras divinas que cada día ellos leen y cantan. Si hubiesen alcanzado un perfecto conocimiento de la Es­critura, creerían en los bienes que por Dios nos han sido anunciados y regalados. Mas, puesto que, por la presunción y la negligencia, no tienen parte en tales bienes, no creen a los que sí participan de ellos y los enseñan, y los calumnian.
107. Los que están llenos de la gracia de Dios y se han vuelto perfectos en el conocimiento y en la sabiduría que viene de lo alto, quieren relacionarse con la gente del mundo y verla solamente para lle­varles algún provecho con el recuerdo de los mandamientos de Dios y con la beneficencia, si los escuchan, si los comprenden y se persuaden. Puesto que los que no son guiados por el Espíritu de Dios caminan en las tinieblas y no saben dónde van (Jn 12,35), ni en qué mandamientos progre­san. Pero es posible que un día, reaccionando ante la presunción que los envuelve, acojan la verdadera enseñanza del Espíritu Santo y se con­viertan, si han escuchado con pureza y sinceridad la voluntad de Dios; y entonces, si la cumplen, tal vez puedan tener parte en algún don es­piritual.
Pero, si los perfectos no pueden ser para ellos de ninguna utilidad, llorando por la dureza de su corazón, vuelven a su celda para rezar día y noche por su salvación. No se afligirán por ninguna otra cosa, ellos que están incesantemente unidos al Señor, llenos de todo bien.
108. ¿Cuál es el objetivo de la economía de la encarnación del Dios Verbo, proclamado en toda la Escritura, leído pero no reconocido por nosotros? ¿No será, tal vez, el de hacernos partícipes de lo que es de Él, después de haberse hecho partícipe de lo que es nuestro? Ya que por esto el Hijo de Dios se hizo Hijo del hombre, para hacer de los hom­bres hijos de Dios, ensalzando por la gracia nuestra estirpe a lo que Él es por naturaleza, al engendrarnos desde lo alto en el Espíritu Santo y al introducirnos en el reino de los cielos; o, más bien, al otorgarnos el don de tener el reino de los cielos dentro de nosotros (Lc 17,21). De modo que no estemos en la esperanza de entrar en él, sino que en posesión ya de él gritemos: Nuestra vida está escondida con Cristo en Dios (Col 3,3).
109. El bautismo no nos quita el libre arbitrio y la libertad de elec­ción, sino que nos regala la libertad de no ser ya sometidos por el Dia­blo contra nuestra voluntad. Después del bautismo, depende de noso­tros el permanecer voluntariamente en los mandamientos de Cristo, so­berano y Dios, en el cual hemos sido bautizados, voluntariamente, y ca­minar en el camino de sus órdenes, o bien apartarnos de esta vía recta y correr nuevamente hacia el Adversario, nuestro enemigo, el Diablo.
110. Quienes luego del santo bautismo ceden a las voluntades del Maligno y ponen en práctica sus consejos, quedan fuera de la matriz santa del santo bautismo, según la palabra de David (Sal 57,4). No es que cada uno de nosotros se transforme o cambie su naturaleza según como ha sido creado, sino que, al ser creado bueno por Dios (puesto que Dios no ha hecho el mal), inmutable en cuanto a su naturaleza —de acuer­do con su creación y por su esencia—, cumple las cosas que quiere y que ha elegido por su voluntaria decisión, ya sean éstas buenas o ma­las. Como una espada, que tanto si uno la usa para el bien o para el mal no cambia su naturaleza, sino que queda de hierro, también el hombre hace lo que quiere, pero sin salir de su propia naturaleza.
111. El tener misericordia de uno solo no salva, pero el despreciar a uno solo envía a la gehena del fuego (Mt 18,10). En efecto, la palabra que dice Tuve hambre, tuve sed (Mt 25,35) no ha sido dicha para que se cumpla una sola vez o por un solo día, sino que indica que esto vale para toda la vida.
Así, alimentar a Cristo, darle de beber, vestirlo, y lo que se dice después, nuestro Señor y Dios declara que lo recibe de sus siervos no una sola vez sino siempre y en todos.
112. Quien dio limosnas a cientos, pudiendo darlas a otros, y aun­que dio de comer y de beber a muchos que le ruegan y gritan, y en cambio los rechaza, es juzgado por Cristo como quien no le ha dado de comer a Él, puesto que también en todos ellos está Él, que es alimen­tado por nosotros en cada uno de los más pequeños.
113. Aquel que hoy ofrece a todos todo lo necesario para el cuerpo, pero mañana, pudiendo hacerlo, se desentiende de algunos hermanos y deja que mueran de hambre, de sed, de frío, no ha pensado que fue­se Él quien moría y ha despreciado precisamente al que decía: Cada vez que lo hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis (Mt 25,40).
114. Él ha aceptado asumir el rostro de cada pobre y se ha hecho igual a cada pobre, para que ninguno de los que creen en Él se ensal­ce sobre el hermano, sino que cada uno, mirando a su hermano y a su prójimo como a su Dios, se considere más bien a sí mismo más peque­ño que el hermano, como se considera más pequeño de Aquel que lo ha creado y, así como lo acoge y lo honra, honre al hermano y vierta todo su sustento para su servicio, como Cristo y Dios nuestro ha verti­do su sangre por nuestra salvación.
115. Quien ha recibido la orden de considerar al prójimo como a sí mismo (Lv 19,18) debe considerarlo así para toda la vida, y no por un solo día. A quien se le ha ordenado dar a quienquiera que pida (Mt 5,42) se le ha dado esta orden para toda la vida, y al que quiera que los demás le hagan el bien que desea (Mt 7,12) se le pedirá que también él haga esto a los demás.
116. Quien considera a su prójimo como a sí mismo (Lv 19,18) no soporta te­ner algo más que el prójimo; pero, si lo tiene y no lo distribuye sin en­vidia, hasta que él también se vuelve pobre y semejante a su prójimo, no está cumpliendo el mandamiento del Soberano. No de otro modo aquel que, mientras posea un solo centavo y un pedazo de pan, quie­re dar a todos los que piden, pero rechaza uno; y, de la misma mane­ra, el que no hace al prójimo lo que desea que le hagan a él (Mt 7,12); y, también, el que ha alimentado, apagado la sed, vestido a todos los pobres y a los más pequeños y ha hecho para ellos todo esto, pero ha despre­ciado solo uno y lo ha descuidado, también éste será considerado co­mo el que ha descuidado a Cristo Dios que tuvo hambre y tuvo sed (Mt 25,45).
117. Tal vez estas cosas parecerán pesadas para todos, por lo que también será razonable que se diga entre sí: "¿Quién podrá llegar a ha­cer todo esto de modo de alimentar y cuidarnos de todos y no dejar de lado absolutamente a nadie en nada?" Pero escuchemos a Pablo que gri­ta en términos precisos.- El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por lo tanto murieron (2 Co 5,14).
118. Así como los mandamientos generales abarcan todos los man­damientos particulares, así también las virtudes generales comprenden en sí las virtudes particulares. Quien ha vendido todos sus bienes y los ha distribuido entre los pobres, y se ha vuelto pobre de una sola vez, ha cumplido en uno todos sus mandamientos particulares; puesto que ya no tiene necesidad de dar al que pide o de huir del que le solicita un préstamo (Mt 5,42). De la misma manera, quien reza incesantemente (Cf. 1 Ts5,17) ha encerrado en esto todo y ya no se encuentra en la necesidad de alabar siete veces por día al Señor (Sal 118,164), a la tarde, a la mañana, al mediodía (Sal 54,18), puesto que ya ha cumplido con toda la oración y la salmodia que se ha­ce, según la regla, en los tiempos y en las horas establecidas. Del mis­mo modo, quien conscientemente ha adquirido en sí mismo a Dios que da el conocimiento a los hombres, ha recorrido toda la santa Escritura y ha extraído el fruto de toda la utilidad que viene de su lectura, ya no necesita leer los Libros. ¿Qué necesidad podría tener de ello? Quien po­see como interlocutor a Aquel que ha inspirado a los escritores de las Sagradas Escrituras y es iniciado por Él en las cosas inefables de los mis­terios escondidos, será él mismo un libro inspirado por Dios para los demás, que lleva en sí misterios nuevos y antiguos (Mt 13,52) escritos según lo dicho por Dios (Ex 31,18) puesto que ya ha cumplido con todo y descansa en Dios, la perfección soberana, de todas sus obras (Gn 2,3. Cf Introducción, pp. 15 y ss).
119. El flujo que surge en el sueño puede acaecer como consecuen­cia de distintas causas: de la gula, de la vanagloria, de la envidia de los demonios. Ocurre cuando el cuerpo está relajado en el sueño, después de haber velado en el temor de tener que soportar esto, o durante la di­vina liturgia, si uno es sacerdote, o bien durante la comunión; y así, si al estar acostado acoge los pensamientos de temor de sufrir esto, de he­cho así como se duerme lo sufre. Esto también ocurre por envidia de los demonios. O bien, si uno ha visto un lindo rostro, durante el día, luego lo va recreando con la mente y se duerme con pensamientos de fornicación que no ha rechazado por ligereza, durante el sueño cae, o tal vez incluso mientras está acostado despierto en la cama. Además, hay algunos, según mi parecer, negligentes, que sentados charlan sobre argumentos pasionales, apasionadamente o no. Luego, al acostarse, re­volviendo estas cosas en la mente y durmiéndose en compañía de ellas, se someten a ellas en el sueño. Tal vez durante la conversación misma uno ha recibido daño del otro. Por esto es necesario que nos cuidemos a nosotros mismos, siempre, y meditemos las palabras del Profeta: Pon­go a Yahveh ante mí sin cesar, porque Él está a mi diestra, no vacilo (Sal 15,8) y cerrar los oídos a semejantes discursos. Muchas veces, igualmente, algunos que se distraen durante la oración fueron empujados a los mo­vimientos de la carne, como hemos aclarado también en el apartado anterior (No es posible encontrar dónde, puesto que con este apartado se inicia la sección anónima. Ver nota biográfica).
120. Hermano, al iniciar tu renuncia, procura afianzar en ti las virtu­des bellas, para ser útil a la comunidad y para que al final el Señor te exalte. No tomes nunca confianza con tu superior, como hemos ya di­cho, ni busques honor de su parte. No busques la amistad de los pre­bostes, ni andes rondando por sus celdas, porque en esto no sólo radi­cará en ti la pasión de la vanagloria, sino que también te volverás odio­so al superior. De qué manera, el que tenga inteligencia, entienda. Sién­tate en tu celda, cualquiera que ella sea, en paz. No huyas por motivos de piedad a quien quiere encontrarse contigo. Si lo encuentras, con el conocimiento del padre, no recibirás daños por ello, aunque viniese de la parte adversa. Pero, si no ves que esto sea conveniente, es necesario que te conformes con la intención del que extrae de ello provecho.
121. Es necesario tener continuamente el temor de Dios y examinar­se cada día sobre lo que se ha hecho tanto en el bien como en el mal, y borrar el recuerdo de las buenas acciones, para no caer en la pasión de la vanagloria; para las cosas contrarias, en cambio, llorar con la con­fesión y una oración intensa. El examen debe hacerse así: ¿Cómo he transcurrido el día, con la ayuda de Dios? ¿He despreciado, juzgado o escandalizado a alguien? ¿He mirado la cara de alguien con pasión? ¿He desobedecido al preboste en el servicio, o he sido negligente en él? ¿Me he irritado con alguien? ¿En la sinapsis he tenido la mente ocupada en cosas inútiles o, cargado de indiferencia, me he alejado de la iglesia, o del canon? Aun cuando en todas estas cosas te encuentres inocente —cosa imposible, porque nadie está libre de mancha ni siquiera un so­lo día cíe su vida (Jb 14,4), y nadie se vanagloriará de tener el corazón pu­ro (Pr 20,9)—, entonces, grita hacia Dios con muchas lágrimas: "Señor, perdo­na todos mis pecados de obras y de palabras, a sabiendas o inconscien­tes", puesto que muchas veces caemos sin saberlo (St 3,2).
122. Cada día debes manifestar tu pensamiento a tu padre espiritual y acoger con plena certeza lo que él te dice como si viniera de la boca de Dios, y no digas a nadie cosas como éstas: "He preguntado esto y esto al padre, y él me ha contestado así. ¿Me contestó bien, o no? ¿Qué debo hacer, entonces?" Palabras como éstas están llenas de incredulidad respecto del padre y son dañinas para el alma. Esto suele ocurrirles con mucha frecuencia a los principiantes.
123. En el cenobio, debes mirar a todos como a santos y considerar­te a ti mismo como pecador y el último, y pensar que sólo tú serás cas­tigado ese día, mientras que todos se salvarán. Pensando en estas cosas mientras estás en la sinapsis, no dejes de llorar amargamente por la compunción, sin tener en cuenta a los que se escandalizan o incluso se ríen de ello. Pero, si ves que te deslizas hacia la vanagloria por esto, sal de la iglesia y hazlo a escondidas, y luego vuelve inmediatamente a tu lugar. Esto está muy bien frente a los principiantes, sobre todo durante los seis salmos2, la salmodia, la lectura y la divina liturgia. Y ten mucho cuidado en no juzgar a nadie, sino ten en mente este pensa­miento: "Los que me ven llorar así, pensando que soy un gran pecador, orarán aún más por mi salvación." Por cierto, al tener siempre en la mente este pensamiento, y cumpliendo esto incesantemente, extraerás gran provecho de ello, atraerás la gracia de Dios y te volverás partícipe de la divina beatitud.
 2Seis salmos: seis salmos fijos, o hexasalmos, que junto con un notable número de salmos de lectura continua forman parte del Orthros, el oficio de la aurora en el rito bizan­tino. En los días en que se celebra la liturgia —que en Oriente no es cotidiana—, el Orthros se une inmediatamente con la celebración litúrgica. Cf. Liturgia oriental de la semana santa II.
124. No te acerques a ninguna celda, salvo la del superior, y también a esta rara vez; y, si lo quieres interrogar acerca de algún pensamiento, hazlo en la iglesia. Desde la sinapsis, enseguida retírate a tu celda; lue­go, al servicio. Después de completa, haciendo una metanía y pidien­do al superior una oración fuera de su celda, corre a la tuya, con la ca­beza gacha y en silencio, puesto que es mejor un trisagio3 dicho con atención antes de dormirse, que cuatro horas de vigilia en conversacio­nes inútiles. De todos modos, donde hay compunción y aflicción espi­ritual, allí también hay un divino esplendor cuya vista rechaza la acidia y la enfermedad.
 3Trisagio significa “tres veces santo”. Es el canto de los Serafines, en la visión de Isaías – Is 6,3- .)
125. No adquieras un amor particular con ningún género de perso­na, sobre todo con un principiante, aunque te parezca de vida nobilísi­ma —en todo caso, no sospechosa—, porque de un amor espiritual te verás arrastrado a un amor pasional, como sucede la mayoría de las ve­ces, y así caerás en tribulaciones inútiles. Esto suele acaecerle, especial­mente a los que luchan. Sin embargo, la oración continua y la piedad les harán aprender. No es el momento de hablar en detalle de estas cosas. Quien tenga inteligencia, entienda.
126. Es necesario, entonces, considerar como extraño a cada herma­no en el cenobio, pero todavía más a los que conocemos del mundo; amar a todos igualmente y mirar a los piadosos que luchan como a san­tos, y rogar intensamente por los que nos descuidan. Sin embargo, al pensar como más arriba dijimos, que todos son santos, purifícate de las pasiones a través de la aflicción espiritual, a fin de que, iluminado por la gracia para que puedas considerar a todos del mismo modo, te ha­gas merecedor también de la bienaventuranza de los puros de corazón (Mt 5,8).
127. Hermano, considera perfecta separación del mundo la mortifi­cación completa de nuestra propia voluntad; por lo tanto, el desapego y la negación de los padres, de los familiares y de los amigos.
128. Así también es perfecta separación del mundo el despojamiento de todas tus propiedades y su distribución entre los pobres, según Aquel que dice: Vende cuanto tienes y dáselo a los pobres (Mt 19,21) y el olvido de todas las personas a las que amabas, ya sea física como espiritualmente.
129. Es separación perfecta del mundo el manifestar al padre espiri­tual o al superior como a Dios mismo, que escruta corazones y entra­ñas (Sal 7,9) todos nuestros pecados escondidos en el corazón, cometidos desde la infancia hasta este momento; sabiendo que Juan bautizaba con un bautismo de penitencia y todos iban a él confesando sus pecados (Mt 3,6). De esto viene gran gozo al alma y se aligera la conciencia según la pa­labra profética: Di tú primero tus pecados para ser justificado (Is 43,26).
130. Es separación perfecta del mundo incorporar al pensamiento la plena certeza de que,  después de haber entrado en el cenobio, todos han muerto, padres y amigos; y considerar como único padre y madre a Dios y al superior, y no pidas nada a los demás para utilidad del cuer­po; y, si por su providencia se te envía alguna cosa, acéptala y ruega aún más por su bondad, pero lo que te ha sido enviado ofrécelo a la hospedería o al hospital, y hazlo con humildad porque esto no es co­sas de perfectos, sino de pequeños.
131. Es separación perfecta del mundo hacer cada cosa buena con toda humildad, considerando a Aquel que dice: Después que hayáis he­cho todo, decid somos siervos inútiles, hemos hecho lo que debíamos hacer (Lc 17,10).
132. Es separación perfecta del mundo el tener cuidado en no reci­bir nunca la comunión si se tiene aunque más no fuera el asalto de un pensamiento contra alguien, hasta no hacer la reconciliación con una metanía. Pero esto también lo aprenderás en la oración.
133. Es separación perfecta del mundo estar listos cada día para re­cibir toda tribulación, considerando que ellas nos liberan de muchas deudas; y dar gracias al Dios santo. De las tribulaciones se adquiere la franqueza sin vergüenza, según el gran Apóstol, sabiendo que la tribu­lación engendra la paciencia, la paciencia, virtud probada, la virtud probada, esperanza, y la esperanza no falla (Rm 5,3 y ss.) En efecto, las cosas que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegaron (1 Co 2,9) son, se­gún la promesa que no miente, para los que muestran la paciencia en las tribulaciones, con la sinergia de la gracia. Porque sin la gracia no es posible conducir ninguna cosa a buen fin.
134. Es separación perfecta del mundo no tener en la celda ningún objeto material, ni siquiera una aguja, excepto la estera, la piel de ove­ja, el manto y lo que te sirva para cubrirte; si es posible, ni siquiera un banquito: puesto que debemos rendir cuentas también por estas cosas. Sin embargo, el que posea inteligencia que comprenda.
135. Es separación perfecta del mundo no pedir nuevamente al su­perior algunas de las cosas necesarias, excepto las asignadas, y en cuan­to a éstas, que sea él mismo quien te llame para dártelas. No escuches el pensamiento que te sugiere cambiar alguna de las cosas recibidas, sean del género que sean; tómalas como si vinieran de Dios, rindiendo gracias, y adminístrate con ellas; no salgas para comprar otra cosa.
Puesto que el hábito se ensucia, es necesario lavarlo dos veces por año y pedir como un pobre y un forastero, con toda humildad, algo pa­ra vestir de otro hermano, hasta que el propio, después de haber sido lavado, se seque al sol; luego, devolver lo solicitado, dando las gra­cias. De otro modo, usar el manto o alguna otra cosa.
136. Es separación perfecta del mundo fatigarse lo más posible en el servicio; en la celda, perseverar en la oración con compunción y lágri­mas continuas, y no pensar que hoy, por estar excesivamente fatigados, podemos sustraer alguna cosa de la oración a causa de la fatiga del cuerpo. Porque te digo: por más que uno se haya esforzado en el ser­vicio, si se ha privado de la oración, puede pensar que ha sufrido una gran pérdida.
137. Es separación perfecta del mundo ir a las sinapsis litúrgicas antes que los demás y retirarse último —excepto por una necesidad gra­ve—, sobre todo en el orthros (ver nota 79) y en la liturgia.
138. Es separación perfecta del mundo tener la máxima sumisión ha­cia tu superior, del que también has recibido la tonsura, y cumplir sin vacilar todo lo que él te mande, hasta la muerte, aunque te parezca im­posible, puesto que en esto imitas a Aquel que ha obedecido hasta la muerte, y muerte de cruz (Flp 2,8). Pero además no sólo al superior, sino a to­da la hermandad y al que está encargado de los servicios, es necesario no desobedecer en nada; y, si mandan alguna cosa que supera la posi­bilidad, se debe hacer la metanía y pedir venia. Pero, si se es rechaza­do, pensando que el reino de los cielos es de los violentos, y los violentos lo arrebatan (Mt 11,12), es necesario hacerse violencia a sí mismo.
139. Es separación perfecta del mundo postrarse con corazón contri­to a los pies de la hermandad, como una persona oscura, desconocida, como si uno no existiera, puesto que quien se conduce de este modo en la vida, oso decir que, habiéndose vuelto clarividente, predice mu­chas cosas, con la sinergia de la gracia. Éste también llora sobre los males ajenos, y no se distrae con el apego a los bienes materiales, da­do que su eros espiritual y divino no deja que se deslice en él. Por otra parte, no debemos asombrarnos del don de la predicción; sucede con frecuencia que venga de los demonios. Sin embargo, el que tenga inte­ligencia entenderá. Pero, si uno empieza a recibir confesiones, tal vez puede quedar privado de estos dones, si se ocupa en discernir los pen­samientos de los demás. Pero si, nuevamente, con gran humildad, cesa en estas cosas, o sea de hablar y de escuchar, es restablecido en su es­tado primitivo. La ciencia de personas como éstas, sin embargo, sólo Dios la conoce, y yo no me atrevo, presa del temor, a hablar de cosas tales.
140. Es separación perfecta del mundo tener la mente siempre diri­gida a Dios, en el sueño y en la vigilia, mientras se come y se conver­sa, cuando se trabaja y en toda otra actividad, según el dicho profético: Pongo a Yahveh ante mí sin cesar (Sal 15,8) Considérate el más pecador de to­dos, para que este recuerdo, con el tiempo, por su naturaleza, genere en la mente un esplendor como de rayo. Cuanto más lo busques con mente atenta, con mucha fatiga y lágrimas, tanto más claro resplande­cerá. Cuando aparece, es amado; al ser amado, purifica, y purificando produce visiones divinas, iluminando y enseñando a distinguir el bien del mal. Pero, hermano, es necesario mucho esfuerzo, con la ayuda de Dios, para que este esplendor entre y habite en tu alma, y la ilumine como hace la luna con la oscuridad de la noche. Es necesario prestar mucha atención a los asaltos de los pensamientos de vanagloria y de presunción, para no condenar a alguien al verlo cumplir alguna cosa in­conveniente; porque los demonios muestran estas cosas, cuando ven el alma liberada de las pasiones y de las tentaciones por la habitación de la gracia y la condición de paz. Pero está la ayuda de Dios. Mantén con­tinuamente la aflicción espiritual y nunca te sacies de llorar. Mira de no dejarte tomar en nada por la pasión, por el gran gozo y la gran com­punción, ni consideres que éstas vienen de tu fatiga antes que de la gra­cia de Dios; de otro modo, te serán quitadas y las buscarás mucho con la plegaria, pero no las encontrarás; entonces te darás cuentas de qué don has perdido.
Pero, oh Señor, haz que no seamos privados nunca de tu gracia. Pero, si esto acaeciera, hermano, descarga en Dios (Sal 54,23) tu debilidad, levántate, tiende las manos y reza diciendo: "Señor, ten piedad de mí, pecador, débil e infeliz, envía sobre mí tu gracia y no permitas que yo sea tentado sobre mis fuerzas (Cf. 1 Co 10,13). Ves, Señor, a qué descorazonamientos y a qué pensamientos me han conducido mis muchos pecados. Yo, Se­ñor, aunque quisiera pensar que la privación de tu consuelo es obra de los demonios y de la presunción, no puedo; porque yo sé que los demonios cierran sus filas contra quienes cumplen con fervor tu voluntad; pero yo, que cumplo cada día la voluntad de ellos, ¿cómo seré tentado? Seguramente por mis propios pecados soy tentado. Ahora, Señor mío, Señor, si es tu voluntad y provecho para mí, venga de nuevo tu gracia a tu siervo, para que viéndola yo goce en la compunción y el llanto, iluminado por su esplendor de perpetua luz, guardado de los malos pen­samientos, de toda cosa mala y de mis caídas cotidianas, en obras y en pensamiento, cumplidas a sabiendas o sin saberlo. Y que yo pueda re­cibir la plena certeza de la confianza en ti, Señor, de las cotidianas tri­bulaciones que de los demonios y de los hombres vienen sobre tu sier­vo, y del corte de la voluntad propia, con el pensamiento puesto en los bienes que esperan a los que te aman (Cf. 1 Co 2,9), puesto que Tú has dicho, Se­ñor, que el que pide recibe, el que busca encuentra y al que llama se le abrirá (Mt 7,8).
Además de estas cosas, hermano, insiste en invocar también a todas las demás cosas que Dios te sugerirá en tu mente, sin dejarte ir por la acidia. El buen Dios no te abandonará (Gn 28,15).
141. Resiste hasta el fin en la celda que desde el principio has reci­bido del superior; pero, si el pensamiento te molesta por el hecho de que está vieja y ruinosa, haz la metanía al superior y pídeselo con hu­mildad. Si te escucha, alégrate; de otro modo, también da gracias, acor­dándote de tu Soberano, que no tenía dónde reclinar la cabeza (Mt 8,20). Si lo molestas dos, tres, cuatro veces por este tema, puede nacer confianza, luego incredulidad, para terminar en desprecio. Por lo tanto, si deseas pasar tu vida en paz y tranquilidad, no pidas en absoluto un cuidado corporal al que es tu superior; no es esto a lo que te has sometido des­de el principio, sino a soportar generosamente y a ser despreciado por todos y ser considerado nada según el mandamiento del Señor (Mt 16,24 y ss. Y 1 P 2, 21,23). Entonces, si quieres conservar fe y caridad hacia el superior y mirarlo como a un santo, cuida estas tres cosas: no pedir nada para tu cuidado personal, no tener hacia él excesiva confianza y no ir a verlo con frecuencia; cosas que algunos tienen la costumbre de hacer, precisa­mente, para recibir sus atenciones. Pues esto no es monástico, sino humano. No condeno que puedas manifestarle y no esconderle todo pensamiento que tengas. Entonces, si guardas estas tres cosas, cruzarás sin tempestades el mar de la vida y juzgarás santo al padre, quienquie­ra que sea. Si luego, al acercarte a interrogar a tu padre en la Iglesia por un pensamiento, encuentras que otro te ha precedido por este u otro motivo, y por eso te ves desplazado, no te irrites o tengas pensamien­tos hostiles, sino quédate apartado con las manos juntas hasta que él haya terminado con el otro y te llame. Esto solían hacer con nosotros también nuestros padres, también quizá deliberadamente, para probar­nos y para liberarnos de los pecados anteriores.
142. Es separación perfecta del mundo ayunar en las tres cuaresmas, en la grande, dos días seguidos y uno no, exceptuada la gran fiesta y excluidos sábado y domingo, en las otras dos, un día sí y uno no4.  Los otros días del año, comer una sola vez por día, excepto el sábado, el domingo y las fiestas; pero no hasta la saciedad.
4 Las tres cuaresmas: la grande, que precede la Pascua, la que precede la solemnidad de san Pedro y san Pablo, y la del Adviento, que precede la Navidad; la gran fiesta es la Anunciación, el 25 de marzo, que cae en cuaresma. Para la traducción de la palabra  ("dos días seguidos y uno no") cf. E. A. Sophocles, Greek Lexicón I, Nueva York, p. 385.
143. Procura volverte un ejemplo que aproveche a toda la comuni­dad, en toda virtud: en humildad y mansedumbre, misericordia y obe­diencia hasta en las cosas más insignificantes, en la ausencia de cólera y en el desapego; en pobreza y compunción; en falta de malicia y de rebuscamiento, en simplicidad de costumbres y extrañeza de cada hom­bre; y luego en visitar a los enfermos y en consolar a los que sufren; en no negarte a nadie que necesite tu ayuda, por el hecho de que estás en­tretenido con Dios, puesto que la caridad es mejor que la oración; en ser compasivo hacia todos, sin vanagloria ni arrogancia, sin protestar, ni pretender nada del superior o de los ministros; en ser uno que observa el honor hacia todos los sacerdotes, que muestra atención y fijación no forzada en la oración y caridad hacia todos, y se aplica, no por la glo­ria, a investigar y escrutar las Escrituras. La oración con lágrimas y el es­plendor de la gracia te enseñarán estas cosas. Si te ves interrogado en lo que sirve de provecho, a quienquiera que se muestre deseoso de aprender enseña con mucha humildad lo que respecta a las cosas divinas, desde la experiencia de tu vida como si fuera de otro, con la ayu­da de la gracia, con pensamiento libre de vanagloria. Al que te pida ser ayudado respecto de un pensamiento, no te sustraigas, sino cárgate de sus errores, cualesquiera fuesen, llorando y orando por él, puesto que estas cosas también son signo de caridad y de compasión perfectas. No rechaces al que viene a ti, por temor a recibir daño al escuchar ciertas cosas, porque con la sinergia de la gracia no recibirás daño alguno —sin embargo, para evitar un posible daño para la mayoría, debemos hablar de esto aparte—, aunque tal vez tengas que someterte, puesto que eres hombre, al asalto de un pensamiento. Pero, si te mantienes lle­no de gracia, no caerás tampoco en esto, puesto que se nos ha enseña­do que no busquemos nuestro propio interés, sino el de los demás (Cf. 1 Co 10, 24,33) para que se salven.
Como hemos dicho, debes guardar tu vida pobre y alejada de los ne­gocios, y te considerarás a ti mismo que obras impelido por la gracia, cuando te consideres el más pecador de todos los hombres. Pero cuán­do ocurrirá esto, no sé decirlo, lo sabe Dios.
144. En las vigilias, durante dos horas debes leer (La Lectio divina de la Escritura), y durante otras dos, orar con compunción y con lágrimas, con el canon5 que desees y, si lo deseas, los doce salmos, el 118 y la oración de san Eustracio6. Esto, en las grandes vigilias. En cambio, en las pequeñas, una serie de salmos más breve, según las fuerzas que el Señor te dé, puesto que sin él no puede hacerse nada bueno, como dice el Profeta: De Yahveh pen­den los pasos del hombre (Sal 36,23). El mismo Salvador dice: separados de mí no podéis hacer nada (Jn 15,5). Sin lágrimas, nunca comulgues.
5 El Canon es una composición de himnos formada por nueve partes llamadas Odas, cada una inspirada en una de las nueve odas bíblicas, de las que representa un desarro­llo y una prolongación a través de los troparios que contiene. En el uso actual, los cánones son generalmente de ocho odas, pero también hay de dos, de tres, de cuatro (cf. Liturgia oriental de la semana santa II).
6 Oración que se lee en el oficio bizantino de medianoche del sábado. El santo Eus­tracio es probablemente el mártir.
145. Es separación perfecta del mundo comer cualquier cosa que te pongan delante, lo mismo que el vino, con continencia, sin murmurar. Si comes solo, por estar enfermo, verduras crudas con aceitunas. Si al­guno de los hermanos te manda algo de comer, recíbelo dando gracias y con humildad, como haría un peregrino, toma un poco de ello, cualquier cosa que sea, y manda el resto a otro hermano, pobre y piadoso. Si uno te invita, toma todo lo que te ofrece, aunque poco, según el man­damiento, cuidando la continencia; y, cuando te levantes, haz la meta­nía como el peregrino y el pobre, y agradece a tu huésped diciendo: "Que Dios, Padre Santo, te dé la recompensa". Y ten cuidado en no de­cir nada, aunque se tratara de algo útil.
146. Y si viene a ti un hermano angustiado, enviado por el superior, por el ecónomo o por algún otro, tú reconfórtalo así: "Créeme, herma­no, esto te ocurre como prueba, a mí también me ha pasado varias ve­ces, y me afligía por cobardía; pero, desde que tuve la certeza de que esto es una prueba, lo soporto dando gracias. Haz así también tú, y ve­rás que te alegras, en cambio, por estas tribulaciones". Ni siquiera si te injuria lo rechaces, sino que, como te ayude la gracia, reconfórtalo. Exis­ten varios géneros de discernimiento y, después de haber entendido cuál es la condición del hermano y sus pensamientos, adáptate a él y no lo dejes ir sin remedio.
147. Si te sucede que no visitas desde hace tiempo a un hermano enfermo, antes mándale a decir: "Créeme, padre santo, que sólo hoy su­pe de tu enfermedad y te pido me perdones". Luego ve, haz primero una metanía y una plegaria, y dile: "¿Cómo te ha ayudado Dios, padre santo?". Luego, siéntate con las manos juntas y calla; y, si hay presentes otras personas que han venido a visitarlo, ten cuidado en no conversar ni de pintura ni de ciencia natural, sobre todo si no eres interrogado, para no ser atormentado luego, cosa que les sucede generalmente a los hermanos más simples.
148. Si debes comer con algunos hermanos piadosos, toma lo que tienes delante sin vacilación, cualquier cosa que sea. Si tienes la orden de alguien de no tomar pescado o alguna otra cosa, y es precisamente esto lo que está servido, y quien te ha dado la orden está cerca, ve y convéncelo para que te permita tomarlo. Si no está presente o bien sa­bes que no te lo permitiría y, sin embargo, tú no quieres escandalizar a los hermanos, después del almuerzo exponle los hechos y pídele per­dón. Pero, si no quieres ninguna de las dos cosas, es mejor que no va­yas; en efecto, recibirás doble provecho: uno, porque huyes del demo­nio de la vanagloria, y dos, porque les evitarás el escándalo y la tribu­lación. Si, en cambio, los hermanos son muy rústicos, observa la regla. Pero también con ellos es mejor tomar un poco de cada cosa, y del mis­mo modo cuando estés invitado, según el Apóstol, que prescribe que comamos toda comida puesta delante de nosotros sin distinción, con motivo de la conciencia (Cf. 1 Co 10,25).
149. Si mientras haces oración en tu celda alguno llama a la puerta, ábrele, siéntate y háblale con humildad, cualquiera sea el argumento que te proponga, de aquellos que traen beneficio. Y, si está transido por la tribulación, préstale consuelo, con palabras y hechos. Cuando se va­ya, y después de cerrar la puerta, retoma tu oración y termínala. En efecto, es propio de la reconciliación también el cuidado de los que vie­nen. Pero no debemos hacer esto si se tratara de argumentos munda­nos, sino hacer lo posible para cumplir con la plegaria.
150. Si mientras rezas te invade el miedo o escuchas estrépitos, o res­plandece una luz, o sucede alguna otra cosa, no te aterres sino persis­te en la plegaria, aún más intensamente, puesto que lo que acontece es turbación, terror y pavor por parte de los demonios, para que tú te re­lajes y abandones la oración, y luego, cuando esto se haya convertido en costumbre, ellos puedan posesionarse de ti. Si, en cambio, llevada a término la plegaria, resplandece para ti otra luz que es imposible des­cribir y el alma se llena de gozo, y sobreviene el deseo de bienes ma­yores y el correr de las lágrimas junto a compunción, debes saber que ésta es visita y ayuda divina. Y, si te detienes largamente por el hecho de que ya no sucedió nada durante el continuo correr de las lágrimas, apresa tu intelecto en alguna cosa corpórea y en esto humíllate. Pero ten cuidado de no abandonar la plegaria, por temor a los enemigos y, en cambio, como un niño que asustado por unos espantajos huye a los brazos de su madre o del padre y rechaza el temor de aquéllos, así tam­bién tú, corriendo hacia Dios, con la oración, huirás del miedo a tus enemigos.
151. Si mientras estás sentado en tu celda viene un hermano a inte­rrogarte sobre el combate de la carne, no lo rechaces, sino que, con compunción, con los medios que te presentan la gracia y la práctica que posees, hazte útil, y luego despáchalo. Mientras él se va, hazle la metanía y dile: "Créeme, hermano, yo espero, por el amor que Dios tiene a los hombres, que este combate huirá solo de ti; pero no cedas y no te dejes estar". Cuando por fin éste se haya ido, levántate e, imaginándo­te su combate, levanta las manos a Dios, con lágrimas, y suplícale por el hermano, con gemidos, diciendo: "Señor Dios, que no quieres la muerte del pecador (Ez 18,23), dispón como tú sabes y como sea de provecho para este hermano." Dios, que conoce la fe de Él en ti, tu compasión hecha de caridad y tu oración sincera por él, aliviará su lucha.
152. Todas estas cosas, hermano, son las que se necesitan para lle­gar a la compunción, y debemos cumplirlas con el corazón contrito, paciencia y rendición de gracias, puesto que son causa de lágrimas, me­dios de purificación de las pasiones, y nos traen el reino de los cielos; éste, en cambio, es de los violentos, y los violentos lo arrebatan (Mt 11,12). Si tienes éxito en estas cosas, saldrás completamente de tus antiguas cos­tumbres y tal vez también de los asaltos de los pensamientos, puesto que es natural que la oscuridad ceda ante la luz, y la sombra frente al sol. Pero, si uno es negligente en estas cosas desde el principio, inflan­do de orgullo el pensamiento, ocupándose de cosas inútiles, se priva de la gracia; y entonces, caído en las pasiones de los vicios, conoce su pro­pia debilidad, lleno de miedo. Pero quien tiene éxito no debe pensar que esto proviene de su esfuerzo en vez de la gracia de Dios, sino que antes debe purificarse y luego tratar con el puro. Si el intelecto ha sido purificado por muchas lágrimas, y acoge el esplendor de la luz divina —que no disminuiría si todo el mundo la recibiese—, se detiene con gusto, en el espíritu, en las cosas futuras.
Una vez le preguntaron a este santo y bienaventurado Simeón cómo debe ser el sacerdote, y él respondió: "Yo no soy digno de ser sacerdo­te, pero cómo debe ser quien está por ofrecer el Sacrificio a Dios, lo sé bien. Ante todo, debe ser casto, no sólo en el cuerpo, sino también en el alma, y además inmune a todo pecado. Segundo, debe ser humilde tanto en su hábito externo como en la disposición interior de su alma. Luego, cuando está junto a la sagrada y santa mesa, debe contemplar con el intelecto la divinidad mientras ve con los ojos sensibles las san­tas ofrendas. No sólo esto, sino que Aquel que está presente invisible­mente en las ofrendas debe poseerlo, conscientemente, habitando en su corazón, para poder así ofrecer las súplicas con franqueza y decir, co­mo un amigo que conversa con otro: Padre nuestro que estás en los cie­los, santificado sea tu nombre (Mt 6,9). Esta oración manifiesta que él tiene morando en sí a Aquel que es por naturaleza hijo de Dios, junto con el Padre y con el Espíritu Santo. He visto sacerdotes así; perdonadme, pa­dre y hermanos (fórmula de saludo)".
Y decía esto también, como quien habla de otro, para esconderse y huir de la gloria de los hombres (pero obligado por su amor a los hom­bres se descubre él mismo): "He oído de un monje sacerdote que se confiaba a mí como un amigo: Nunca celebré los divinos misterios sin ver al Espíritu santo como lo vi venir sobre mí cuando el metropolitano me imponía las manos y decía la plegaria de la ordenación sacerdotal mientras era puesto sobre mi miserable cabeza el eucologio7. Enton­ces le pregunté cómo lo vio esa vez, con qué forma: Simple y sin forma —dijo—, como una luz; y, puesto que al principio quedé estupe­facto, viendo lo que nunca había contemplado, y me preguntaba qué podía ser esto, esa cosa me decía silenciosamente, pero era reconocible como una voz: Yo visito así a todos, profetas y apóstoles, y a los elegidos de Dios y a los santos de hoy. Yo soy el Espíritu santo de Dios".

A Él la gloria y la potencia, por los siglos. Amén.

7 Eucologio: es el libro que contiene el rito de todos los sacramentos, las bendiciones y las oraciones